La película La hora de los hornos (1968), un manifiesto del Tercer Cine contra el neocolonialismo, especificaba un brillante requisito para su proyección (1): la presencia, en cada exhibición, de un cartel colgado con la siguiente leyenda: “Todo espectador es un cobarde o un traidor”.(2) Su intención era derribar las distinciones entre realizador y público, entre autor y productor y crear de ese modo una esfera de acción política. ¿Y dónde se exhibía esta película? En fábricas, por supuesto.
Hoy día, los films políticos ya no se proyectan en fábricas (3), sino en museos o en galerías, en los “espacios del arte”. Es decir, en cualquier clase de cubo blanco. (4)
¿Cómo ha sucedido esto? En primer lugar, la fábrica fordista tradicional ha desaparecido como tal en gran parte. (5) Su interior se ha vaciado y su maquinaria ha sido empaquetada y enviada a China, sus antiguos trabajadores han sido readiestrados en programas de reciclaje o se han convertido en programadores de software y han comenzado a trabajar desde casa. En segundo lugar, el cine ha sufrido una transformación casi tan dramática como la de las fábricas: a la digitalización hay que sumar la proliferación de multicines y el fenómeno de la “secuelización”, así como la rápida comercialización que ha acompañado el ascenso del neoliberalismo y la hegemonía de su alcance e influencia. Antes de la reciente defunción del cine, las películas políticas buscaban refugio en otra parte. De su retorno al espacio cinematográfico hace relativamente poco y las salas de cine nunca fueron el ámbito de proyección de trabajos formalmente más experimentales. Hoy, tanto las cintas políticas como las experimentales se exhiben en cajas negras dispuestas a su vez dentro de cubos blancos: en fortalezas, búnkeres, muelles y antiguas iglesias. El sonido casi siempre es terrible.
Y sin embargo, aun a pesar de las terribles proyecciones y las deprimentes instalaciones, estas obras catalizan un deseo sorprendente. Puede verse a multitud de personas agolparse, estirándose o agachándose para tratar de ver algo de cine político y de video arte. ¿Están hartos, como público, de los monopolios mediáticos? ¿Buscan respuestas a una crisis general evidente? De ser así, ¿por qué deberían hallarlas en los espacios del arte?
¿Miedo a lo real?
La explicación conservadora de este éxodo del cine político (o de las vídeo-instalaciones) consiste en asumir que están perdiendo relevancia, en deplorar su confinamiento en la torre de marfil de la alta cultura burguesa y en considerar que, de este modo, las obras se aíslan por medio de una suerte de cordón sanitario que las convierte en objetos asépticos, secuestrados y separados de la “realidad”. A ese respecto, Jean-Luc Godard declaraba que los artistas de la vídeo-instalación no tenían que tener “miedo a la realidad”, dando por hecho, por supuesto, que ése era el caso. (6)
¿Dónde está la realidad entonces? ¿“Ahí fuera”, más allá del cubo blanco y sus tecnologías de exhibición? Y qué sucede si invertimos esta afirmación, de manera algo polémica, para decir que el cubo blanco es de hecho la Realidad, con erre mayúscula: el vacío y el horror inmaculados del interior burgués.
Por otro lado, en una vena mucho más optimista, no hay necesidad de recurrir a Lacan para responder a la acusación de Godard. Y eso se debe a que el desplazamiento de la fábrica al museo nunca tuvo lugar. En realidad, el cine político se proyecta muy a menudo donde siempre solía hacerse: en antiguas fábricas que hoy son, las más veces, museos: una galería, un espacio de arte, un cubo blanco con pésimo aislamiento acústico. Estos lugares tal vez exhiban films políticos, pero se han convertido en el caldo de cultivo de la producción contemporánea: un semillero de imágenes, jergas, estilos de vida y valores; de valor de exhibición, valor de especulación y valor de culto; de entretenimiento más gravitas. O de aura menos distancia. Un depósito insignia de la Industria Cultural, con una plantilla nutrida de solícitos becarios que trabajan gratis.
Una fábrica, por decirlo de otro modo, pero ligeramente diferente. Sigue siendo un espacio para la producción, un espacio de explotación e incluso de proyecciones políticas. Es un lugar de encuentro físico y, a veces, también, de debate público. Al mismo tiempo, se ha transformado hasta ser casi irreconocible. ¿De qué clase de fábrica hablamos por lo tanto?
Giro productivo
El esquema típico del museo-como-fábrica viene a ser el siguiente: antes, un emplazamiento laboral industrial; ahora, gente pasando su tiempo de ocio delante de pantallas de televisión. Antes, personas trabajando en dichas fábricas; ahora, personas trabajando desde casa frente al monitor del ordenador.
La Factory de Andy Warhol sirvió como modelo del nuevo museo en su giro productivo hacia el concepto de “factoría social”.(7) En la actualidad abundan las descripciones de la fábrica social (8), que trasciende así sus límites tradicionales para permear casi todo lo demás. Infecta dormitorios y sueños por igual, así como la percepción, los afectos y la atención. Transforma todo lo que toca en cultura, si no en arte. Una fábrica total que produce afecto como efecto. Integra intimidad, excentricidad y otras formas formalmente no oficiales de creación. La esfera privada y la pública se mezclan en una zona borrosa y difusa de hiperproducción.
En el museo-como-fábrica algo se sigue produciendo: instalación, planificación, carpintería, visitas y visionado, discusión, mantenimiento, apuestas por valores en ascenso y networking se alternan en ciclos. Un espacio artístico es una fábrica, que a su vez es un supermercado, un casino y un lugar de culto cuya labor reproductiva es desempeñada a partes iguales por señoras de la limpieza y bloggers armados con teléfonos móviles con cámara de vídeo.
Dentro de esta economía, incluso los espectadores se transforman en trabajadores. Como sostiene Jonathan Beller, el cine y sus derivados (la televisión, Internet, etc.) son fábricas, en las cuales los espectadores trabajan. Hoy, “mirar es trabajar”.(9) El cine, que integró la lógica de producción taylorista y la cinta transportadora, lleva ahora consigo la fábrica allí donde va. Pero este tipo de producción es mucho más intensiva que la industrial: los sentidos son arrastrados a la producción, los medios capitalizan las facultades estéticas y las prácticas imaginarias de los espectadores.(10) En este sentido, todo espacio que integre al cine y sus sucesores se ha convertido en una fábrica, lo que incluye, obviamente, al museo. Mientras la fábrica se convertía en un cine en la historia del cine político, el cine convierte ahora el espacio del museo en una fábrica.
Los trabajadores abandonan la fábrica
Resulta curioso que la primera filmación llevada a cabo por Louis Lumiére muestre a unos trabajadores que salen de la fábrica. En los albores del cine, los trabajadores abandonan el lugar de trabajo industrial. La invención del cine marca simbólicamente de esta manera el comienzo del éxodo obrero de los modos de producción industrial. Sin embargo, que abandonen el edificio fabril no implica que dejen detrás también el trabajo. Muy al contrario, lo que hacen es llevarlo consigo y propagarlo a todos los sectores de la vida.
Una brillante instalación de Harun Farocki deja muy claro a dónde se dirigen estos trabajadores que abandonan la fábrica. El artista reunió e instaló diferentes versiones cinematográficas de Workers Leaving the Factory, desde las versiones originales mudas de Louis Lumière a grabaciones contemporáneas procedentes de cámaras de seguridad.(11) De este modo, se ve salir a trabajadores de fábricas simultáneamente en varios monitores, en épocas diferentes y en estilos cinematográficos diferentes.(12) ¿Pero a dónde se dirigen esos obreros? Al espacio artístico, en el que la obra está instalada.
La obra de Farocki, Workers Leaving the Factory, no sólo es, en cuanto a su contenido, una formidable labor arqueológica sobre la (no)representación del trabajo: formalmente apunta además a cómo la fábrica se desborda para ocupar el espacio artístico. Los trabajadores que dejaron la fábrica han acabado entrando en otra: el museo.
Podría tratarse incluso de la misma fábrica. Porque la antigua fábrica de Lumiére, cuyas puertas se retratan en la original Workers Leaving the Lumiére Factory es hoy exactamente eso: un museo del cine.(13) En 1995, las ruinas de la antigua fábrica fueron declaradas monumento histórico y convertidas en patrimonio cultural. La fábrica de Lumiére, que solía producir película fotográfica, es hoy un cine con un espacio para recepciones que se alquila a empresas: “un emplazamiento cargado de historia y emoción, ideal para sus brunches, cócteles y cenas”.(14) Los obreros que abandonaron la fábrica en 1895 han sido recapturados hoy en la pantalla del cine que ocupa el mismo espacio. Sólo abandonaron sus dependencias para emerger de nuevo en ellas como espectáculo.
A medida que salen de la factoría, el espacio en el que se adentran es el del cine y la industria cultural y lo que producen es emoción y atención. ¿Cómo miran sus espectadores dentro de esta nueva fábrica?
Espacio público
Es obvio que el espacio fabril es, tradicionalmente, más o menos invisible en público. Su visibilidad está controlada policialmente, y la vigilancia produce una mirada unidireccional. Paradójicamente, un museo no es muy diferente. En una lúcida entrevista sostenida en 1972, Godard señalaba que, dado que estaba prohibido filmar en fábricas, museos y aeropuertos, un 80% de la actividad productiva en Francia estaba realmente condenada a la invisibilidad: “El explotador no muestra la explotación al explotado”.(18) Y eso es aplicable todavía hoy, si bien por razones diferentes. Los museos prohíben filmar en su interior o bien cobran tarifas exorbitantes por el permiso. (19) De la misma manera en que el trabajo desempeñado en el interior de la fábrica no puede ser mostrado fuera, la mayoría de las obras expuestas en un museo no pueden mostrarse fuera de sus paredes. Se produce aquí una situación paradójica: una institución que se basa en la producción y el comercio de visibilidad no puede ser mostrada. El trabajo que se lleva a cabo allí goza de la misma invisibilidad que el de una fábrica de salchichas.
Este control extremo de la visibilidad casa dificultosamente con la concepción del museo como espacio público. ¿Qué indica por tanto esta invisibilidad acerca del museo contemporáneo como un espacio público? ¿Y en qué medida la inclusión de obras cinematográficas complican esta situación?
El debate actual sobre el cine y el museo como parte de la esfera pública es intenso. Thomas Elsaesser, por ejemplo, se pregunta si la presencia del cine en el museo no podría ser el último resto de la esfera pública burguesa. (20) Jürgen Habermas esbozó las condiciones de esta arena común en la que las personas hablan por turnos y otras responden, de modo que todas participan del mismo discurso racional, igual y transparente que envuelve los asuntos públicos. (21) En realidad, el museo contemporáneo recuerda más a una cacofonía, en la que se mezcla el estruendo simultáneo de las instalaciones sin que nadie las esté escuchando. Para empeorar las cosas, el modo temporal en el que se basan muchas instalaciones cinematográficas impide cualquier forma de discurso compartido en torno a ellas. Si las obras duran demasiado, los espectadores sencillamente se van, desertan. Lo que en el cine sería contemplado como un acto de traición (abandonar la proyección antes de que concluya) se convierte en el comportamiento estándar en cualquier instalación espacial. En el espacio museístico de instalación, los espectadores se convierten, de hecho, en traidores, en tanto traicionan a la propia duración temporal cinematográfica. Al circular por el espacio, los visitantes montan, zapean y combinan fragmentos, “re-comisariando” ellos mismos la muestra de forma efectiva. Conversar racionalmente acerca de impresiones compartidas se convierte en algo prácticamente imposible. ¿Una esfera pública burguesa? En lugar de su manifestación ideal, el museo contemporáneo representa más bien su realidad frustada.
Sujetos soberanos
Al escoger sus palabras, Elsaesser también apunta a una dimensión menos democrática de este espacio. Al detentar (arrest) al cine, como él expresa dramáticamente, (suspenderlo, suspender su licencia o incluso sostenerla bajo una sentencia suspendida), el cine es preservado, a pesar suyo, cuando es puesto bajo “custodia de protección”. (22) La custodia de protección no es un simple “arresto”. Hace referencia a un estado de excepción o (al menos) a una suspensión temporal de la legalidad que permite la suspensión temporal de la propia ley. Este mismo estado de excepción es descrito por Boris Groys en su ensayo “Politics of Installation” (Política de la instalación). (23) Retrocediendo hasta Carl Schmitt, Groys asigna el rol de soberano al artista que, en un estado de excepción, establece violentamente su propia ley “detentando” (arresting) un espacio en forma de instalación. De ese modo, el artista asume una función soberana como fundador de la esfera pública de exhibición.
A primera vista, aquí se repite el viejo mito del artista como genio loco o, más precisamente, como dictador pequeño-burgués. Pero el punto clave es el siguiente: si esto funciona bien como un modo de producción artística, se convierte en práctica estándar en cualquier fábrica social. Así pues, ¿qué hay de la idea de que, en el interior del museo, casi todo el mundo trata de conducirse como un soberano (o como un dictador pequeño-burgués)? Después de todo, la multitud que lo habita está compuesta de soberanos competidores: comisarios, espectadores, artistas y críticos.
Contemplemos más de cerca a este “espectador-soberano”. Al juzgar una exposición, muchos intentan asumir la soberanía comprometida del sujeto burgués tradicional, quien pretende siempre recuperar el control de la muestra, domar la rebelde multiplicidad de sus significados, producir un veredicto y asignar un valor. Pero, desgraciadamente, la duración cinematográfica impide al sujeto la adopción de esta posición. Reduce a todas las partes implicadas al papel de meros trabajadores, incapaces de obtener una perspectiva general del conjunto de la producción. Muchos (críticos sobre todo) se ven así frustrados por muestras archivísticas y por su abundancia de tiempo cinematográfico. ¿Recuerdan los vitriólicos ataques a la duración de las películas y vídeos de Documenta 11? Multiplicar la duración cinematográfica implica perder la ventaja que ofrece un juicio soberano. También imposibilita al espectador reconfigurarse como su sujeto. El cine en el museo neutraliza la perspectiva, la crítica y la visión de conjunto. Las impresiones parciales se imponen. La verdadera labor del espectador no puede seguir siendo ignorada mediante la proyección de uno mismo como juez soberano. Bajo estas circunstancias, un discurso transparente, informado e inclusivo se vuelve muy difícil, si no imposible.
La cuestión del cine pone de manifiesto que el museo no es una esfera pública, mostrando su sistemática carencia. De hecho, hace pública esta carencia, por decirlo así. En lugar de llenar el espacio, conserva su ausencia. Pero también muestra simultáneamente su potencial y el deseo de que algo se realice en ese lugar.
Como multitud, el público opera bajo la condición de invisibilidad parcial, de acceso incompleto y de realidades fragmentadas, de una mercantilización dentro de la clandestinidad. La transparencia, la perspectiva y la mirada soberana se nublan hasta volverse opacas. El cine mismo explota en una multiplicidad, en dispositivos multipantalla dispersos que no pueden ser contenidos en un único punto de vista. El cuadro completo, por decirlo así, permanece inasible. Siempre falta algo: el espectador se pierde parte de la proyección, el audio no funciona, o falta la propia pantalla o cualquier otro punto privilegiado desde el que pueda contemplarse.
Ruptura
Sin previo aviso, la cuestión del cine político ha sido invertida. Lo que comenzó como una discusión sobre el cine político en los museos se ha convertido en una cuestión de política cinematográfica en una fábrica. Tradicionalmente, el cine político pretendía educar. Consistía en un esfuerzo por instrumentalizar la “representación” para lograr un efecto en la “realidad”. Se medía en términos de eficiencia, revelación revolucionaria, toma de conciencia o como acicate potencial para la acción
Hoy en día, la política cinematográfica es posrepresentacional. No educa a la muchedumbre, sino que la produce; la articula en el espacio y en el tiempo. La sumerge en una invisibilidad parcial para después orquestar su dispersión, su movimiento y su reconfiguración. La organiza sin tener que predicar ante ella. Reemplaza la mirada del espectador soberano burgués del cubo blanco por la visión incompleta, oscura, fracturada y saturada del espectador-trabajador.
Sin embargo, existe un aspecto que va más allá de todo esto. ¿Qué más falta en estas instalaciones cinematográficas? (24) Volvamos al caso liminal de Documenta 11, festival al que se acusó de contener más material fílmico del que pudiera ver una sola persona durante los 100 días que la muestra permaneció abierta al público. Ningún espectador podría afirmar haberlo visto todo y mucho menos, por tanto, haber agotado los significados de ese volumen de trabajos. Lo que falta en este esquema es obvio: en tanto ningún espectador individual puede comprehender semejante cantidad de obras, lo que se requiere es una multiplicidad de espectadores. De hecho, la muestra sólo podía ser contemplada por una multiplicidad de miradas y de puntos de vista, que a su vez sirvieran como suplemento a las impresiones de los otros. El material de d11 sólo podría verse completamente si los guardas de seguridad y varios espectadores trabajaran juntos en ello por turnos. Pero para entender qué están viendo (y cómo), deberían encontrarse y construir un significado común. Esta actividad compartida es completamente diferente de la los espectadores que se miran narcisistamente a sí mismos y unos a otros en las exposiciones. No se limita a ignorar a la obra de arte (o a tratarla como un mero pretexto), sino que la conduce a otro nivel.
El cine dentro del museo reclama por tanto una mirada múltiple, que ya no es colectiva sino común, incompleta pero en proceso, distraída y singular, pero editable en varias secuencias y combinaciones. Esta mirada ya no es la del individuo señor y soberano ni, más precisamente, la del soberano engañosamente autoproclamado (aunque sea just for one day [sólo por un día], como cantaba David Bowie). No es siquiera el producto de una labor común, pero concentra su punto de ruptura en el paradigma de la productividad. El museo-como-fábrica y su política de la cinematografía interpelan a este sujeto múltiple y ausente, pero al mostrar su ausencia y su carencia activan simultáneamente el deseo hacia él.
Políticas de la cinematografía
¿Pero esto quiere decir que todas las obras cinematográficas se han convertido en políticas? ¿O bien existe todavía alguna diferencia entre diferentes formas de política del cine? La respuesta es sencilla: cualquier obra cinematográfica convencional tratará de reproducir el esquema existente, es decir, una proyección de un público que no es público después de todo y en la que participación y explotación se vuelven indistinguibles. Sin embargo, una articulación política cinematográfica podría intentar plantear un enfoque completamente diferente.
¿Qué más falta urgentemente en el museo-como-fábrica? Una salida. Si la fábrica está en todas partes, no queda entonces puerta por donde abandonarla, no hay forma de escapar al dictado implacable de la productividad. El cine político podría convertirse entonces en la pantalla a través de la cual la gente pudiera abandonar el museo-como-fábrica social. ¿Pero en qué pantalla podría obrarse esta fuga? En una que, actualmente, falta, por supuesto.
Hito Steyerl es cineasta y escritora. Imparte clases de Arte y Nuevos Medios en la Universidad de las Artes de Berlín y ha participado recientemente en Documenta 12, la Bienal de Shanghai y el Rotterdam Film Festival.
Este artículo fue publicado originariamente en e-flux journal #71, Enero, 2010. Traducción: Álvaro Marcos
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Notas
(1) Grupo Cine Liberación (Fernando E. Solanas, Octavio Getino), Argentina, 1968. Se trata de uno de los trabajos más importantes del Tercer Cine.
(2) Cita de la obra de Frantz Fanon Los condenados de la Tierra. La película fue prohibida, por supuesto, y tuvo que exhibirse de forma clandestina.
(3) O vídeos o video-instalaciones/instalaciones cinematográficas. Para hacer las distinciones pertinentes (que existen y son importantes) haría falta otro texto.
(4) Soy consciente del problema que supone tratar todos estos espacios como similares.
(5) Por lo menos en los países occidentales.
(6) El contexto del comentario de Godard es una conversación (un monólogo, aparentemente) con jóvenes artistas de la instalación, a quienes reprende por utilizar en las exposiciones lo que él denomina dispositifs tecnológicos. Véase « Debrief de conversations avec Jean-Luc Godard”, blog Sans casser des briques, 10 de marzo de 2009.
(7) Véase Brian Holmes, “Warhol in the Rising Sun: Art, Subcultures and Semiotic Production,” 16 Beaver ARTicles, 8 de agosto de 2004.
(8)Sabeth Buchmann cita a Hardt y Negri: “La ‘fábrica social’ es una forma de producción que toca y penetra cada esfera y aspecto de la vida pública y privada, de la producción del conocimiento y de la comunicación”, en “From Systems-Oriented Art to Biopolitical Art Practice,” NODE. Londres.
(9) Jonathan L. Beller, “Kino-I, Kino-World,” en The Visual Culture Reader, ed. Nicholas Mirzoeff (Londres y Nueva York: Routledge, 2002), 61.
(10) Ibid., 67.
(11) Un gran ensayo sobre esta obra es el de Harun Farocki, “Workers Leaving the Factory,” en Nachdruck/Imprint: Texte/Writings, tr. Laurent Faasch-Ibrahim (Berlín: Verlag Vorwerk, Nueva York: Lukas & Sternberg, 2001). Reimpresión disponible en el sitio web Senses of Cinema, →.
(12)Mi descripción hace referencia a la muestra de la Generali Foundation‚“Kino wie noch nie” (2005). Véase.
(13) “Aujourd’hui le décor du premier film est sauvé et abrite une salle de cinéma de 270 fauteuils. Là où sortirent les ouvriers et les ouvrières de l’usine, les spectateurs vont au cinéma, sur le lieu de son invention” (Hoy, el decorado de la primera película permanece intacto y alberga una sala de cine con 270 butacas. Allí donde los obreros y obreras salían de la fábrica, los espectadores acuden ahora al cine, al lugar mismo donde se inventó), Institut Lumière.
(14) “La partie Hangar, spacieux hall de réception chargé d’histoire et d’émotion pour tous vos déjeuners, cocktail, dîners…[Formule assise 250 personnes ou formule debout jusqu’à 300 personnes]” (La zona Hangar, espacioso recibidor cargado de historia y emociones para todos sus desayunos, cócteles, cenas… [Sentados : 250 invitados. De pie : hasta 300 invitados], Institut Lumière.
(15) Existe, no obstante, una interesante diferencia entre el cine y la fábrica: en el escenario reconstruido del museo Lumiére, la apertura de la antigua puerta está ahora bloqueada por un panel de vidrio transparente que señala el encuadre de la antigua película. Al salir, los espectadores tienen que rodear este obstáculo y abandonar el edificio por el lugar donde antes se encontraba la propia puerta, que ya no existe. Así, la situación actual es como un negativo de la original: la antigua entrada bloquea el paso a los visitantes y se ha convertido en una pantalla de cristal; de manera que tienen que salir por los antiguos muros de la fábrica, en parte ya desaparecidos. Véase fotografías en ibid.
(16) Para una descripción más sobria de la condición generalmente idealizada de multitud, véase Paolo Virno, A Grammar of the Multitude, trs. Isabella Bertoletti, James Cascaito, y Andrea Casson (Nueva York y Los Ángeles: Semiotexte, 2004). [Existe edición en castellano, Gramáticas de la multitud. Para un análisis de las formas de vida contemporáneas, Traficantes de sueños, Madrid, 2005].
(17) Como hacen múltiples montajes de una sola pantalla.
(18) “Godard en Tout va bien (1972),”.
(19) “Hacer fotos o vídeos no suele estar permitido en la Tate”. Sin embargo, los rodajes in situ sí son bienvenidos por razones económicas, con tarifas de localización que van desde las 200 libras por hora. La política del Centre Pompidou es más confusa: “Puede hacer fotos o vídeos de las colecciones permanentes (que encontrará en los niveles 4 y 5 y en el Atelier Brancusi) para su uso exclusivo y personal. No está permitido, por el contrario, hacer fotos o vídeos a las obras marcadas con un punto rojo ni usar flash o trípode.
(20) Thomas Elsaesser, “The Cinema in the Museum: Our Last Bourgeois Public Sphere?” (artículo presentado en la International Film Studies Conference, “Perspectives on the Public Sphere: Cinematic Configurations of ‘I’ and ‘We,’" Berlín (Alemania) 23–25 de abril de 2009.
(21) Jürgen Habermas, The Structural Transformation of the Public Sphere: An Inquiry into a Category of Bourgeois Society, tr. Thomas Burger con la ayuda de Frederick Lawrence (Cambridge [Massachusetts]: The MIT Press, [1962] 1991).
(22) Elsaesser, “The Cinema in the Museum.”
(23) Boris Groys, “Politics of Installation,” e-flux journal, nº. 2 (enero de 2009).
(24) Un buen ejemplo lo constituiría “Democracies” de Artur mijewski, una instalación multipantalla desincronizada con trillones de posibilidades de combinaciones de contenido en pantalla.
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